miércoles, 23 de noviembre de 2011

23/11/2011

Sigo mi camino. Paso el torno. Otro tramo de escaleras, sin la mecánica a mi favor. Salgo a la calle. La luz de las primeras horas siempre me sienta bien. Aunque a mí, pocas cosas me sientan mal, sino que hablen con Marisa, mi dependienta favorita. Tengo que llamarla por si le llegó la camisa que me enseñó en catálogo la semana pasada. Paro en el kiosco enfrente al ministerio y compro un paquete de tabaco. El dependiente ya busca la marca antes de que se la pida, me cobra y me despide con un levantamiento de mentón. No me ha dicho ni buenos días. Me giro y entro a mi lugar de trabajo. Pico tarjeta. a.m. según el reloj de la entrada. Paso el control de seguridad dejando el portátil en la cinta. Saludo a Pedro, el de seguridad. Me saluda y me suelta un chascarrillo sobre mi puntualidad y la administración pública. No le hago mucho caso. No me cae muy bien, con su aspecto es casi imposible que me cayese bien.
Ascensor. Coincido con una mujer y un hombre, ambos de mediana edad. La mujer es rubia de bote, ojos claros y algo rechoncha. Lleva un vestido discreto de color rojo. Le queda bien. Me da los buenos días. Creo que se baja en la tercera. El hombre con traje azul marino. Ni saluda. Otro mineral. Está calvo y tiene una nariz aplastada. Parece un viejo boxeador. Cuando vamos por la planta segunda dice buenos días, como si se despertase de una pesadilla, y pide perdón. No es un mineral, es un despistado absorto en sus cosas. Tanto la mujer como yo respondemos casi al unísono. Estás perdonado. Se baja en la tercera junto con la mujer. Yo espero hasta la quinta para bajarme.
Llego a mi lugar de trabajo. Habrá unas veinte mesas distribuidas por un espacio diáfano. Entre algunas hay separaciones mediante una especie de biombos. Otras separadores, como en una biblioteca, separa los espacios de una misma mesa. También las hay sin ningún tipo de divisiones. Hay unas diez personas. No está mal. Podría estar mejor. Entro en mi despacho. Enciendo la luz, dejo el portátil sobre mi mesa, subo el estor de la ventana y se ilumina todo. Mi planta de la repisa la más agradecida, sin duda alguna.  La mesa de mi despacho es amplia, de color caoba, por lo que se supone al ver sus soportes porque en la superficie no encontrarás un espacio sin ocupar. Soy algo desordenado, para mis conocidos. Yo sé perfectamente dónde tengo todo.
Salgo de mi cubil para servirme un café, me encuentro con Macarena. Le queda poco para jubilarse. Es muy competente y se entera de todo. No le caigo muy bien, pero creo que me guarda cierto respeto. Bajo ese pelo mechado de rubio rizadísimo y esas gafas con cordel, algo inútil ya que no recuerdo verla sin ellas puestas, su ADN quiso encasquetar unos ojos pequeños y hundidos, una nariz afilada con un sobresaliente puente. Sin embargo, su boca es bonita, tiene una notable sonrisa. Su cuerpo es pequeño y estrecho, en ancho y en fondo. Siempre con falda. Sus delgadas piernas descansan en unos zapatos de tacón bajo de modelos siempre clásicos. Es muy astuta. Me mide de cerca. Lo noto porque, aunque no nos tratamos en exceso, se descuelga de vez en cuando con interpretaciones amables como la de darme conversación mientras vamos juntos a por el café de marras. Siempre cuenta cosas banales, nunca personales. Habla de lo que pusieron en la tele ayer, una noticia de los periódicos o algún cotilleo del ministerio. Nada muy serio ni truculento. Es un caso curioso, sabe pero no quiere saber. Eso es porque genera confianza para que le cuenten. Como ella no cuenta... pero sabemos que le cuentan, porque el que cuenta termina por  decir que se lo ha contado. En los trabajos siempre hay algo que contar, pero Macarena no cae en el cuenta de contarlo. Cuentos.

lunes, 14 de noviembre de 2011

14/11/2011

Me subo. Hoy que tocará: rumana con problema de concepciones en serie o cantante frustado algo alcoholizado. Sorpresa. Tío de conservatorio tocando la flauta travesera. Otro que seguro que tuvo la oportunidad de ser alguien y se quedó en personaje callejero. Bueno, no te va tan mal. Si hubieses hecho matemáticas no podrías ir por los vagones haciendo en la pizarra sumas en cadena, o ecuaciones imposibles. Dentro de lo malo eres la cream del mundo de la mendicidad. Un aplauso para él. Te han caido veinte céntimos. Y me da las gracias el muy memo.
 Hay un niño que me mira raro siempre. Debe tener unos ocho años y es bastante convencional. Moreno, pelo sin corte definido. Siempre muy abrigado y su madre con el uniforme de lo que parece un almacén de papelería. Por lo que pone en la serigrafía de su blusa. Me mira y no deja de mirarme. Pero sabe que no me gusta. Y sigue. La madre que lo parió. ¿No le han enseñado educación en su puñetera casa o en su colegio público de barrio decadente? No para, ahí sigue. No sé que ha visto en mí. A ver si es un niño gay y soy su primer amor. O tal vez alucina viendo tanta ruina a su alrededor y flipa conmigo. Eso es más probable. Pero su cara no es de asombro. Es más bien de indiferencia. Está claro que debe ser bastante tonto porque indiferencia, precisamente, no es algo que suelo ver al referirse a mí. Pero mira a otro sitio, chaval. De buena gana te diría lo que pienso de ti, mini-mierda. Pero la culpa no es tuya, es de la deficiente de tu madre que desde hace más de un año cada vez que coincidimos no te dice nada. Seguro que ni se ha dado cuenta. Y encima con ese maquillaje que usa, es superbrillante y ese corte de pelo que no se lleva hace por lo menos dos años. Como se va a dar cuenta de que me mira su hijo si no se da cuenta de su horrible aspecto. Vaya dos imágenes el bobo y doña Retro. Pero el tío no me quita ojo de encima.
El metro es un sitio que mantiene una higiene más que aceptable. Si lo piensas con detenimiento casi media ciudad lo usa diario, no es un sitio ventilado precisamente y motiva el sentimiento vandálico, seguramente porque el metro da una sensación atemporal. Es de día y de noche sin distinciones de ningún tipo. Sin Embargo en la calle, los momentos de plena luz no favorecen la impunidad sin recibir una recriminación. Pues con todo, no se conserva nada mal. Está muchas veces más sucia la calle que los propios pasillos de un metro. Huele mal, o mejor dicho no huele bien pero con la cantidad de gente que no mantiene una higiene diaria y tratándose de un espacio cerrado en su casi totalidad, el resultado no es del todo malo. Si a este conjunto añadimos la rapidez, comodidad, disponibilidad en buena parte de la ciudad y la ubicación de sus accesos al exterior, no se me ocurre mejor medio de transporte para moverme. Mi estación, salgo.
Como si nos llevásemos unos a otros en volandas. La salida de los vagones en estaciones frecuentadas es como si el metro se desangrase por sus orificios. Llama la atención por mucho que estés acostumbrado a coger el metro. A paso de procesión me desplazo por el andén hasta que alcanzo el desvío que me conduce al primer tramo de escaleras. Lo subo por las mecánicas, faltaría más. Pegado a la derecha me adelanta un hombre mayor y por poco me tira el portátil, el muy mineral. El término “animal” para estos casos no me parece despectivo, sino generoso. Las escaleras llegan a término. Deposito mis pies en la placa metálica con delicadeza. La mujer de atrás se tropieza y me golpea ligeramente en mi trasero. Me giro, me sonrie y sin abrir la boca compruebo con un gesto de mi mano a la cartera que siempre llevo en el bolsillo trasero derecho. Se acabó la risa. No me pongas esa cara mujer. Cualquiera puede ser un caco. De serlo tú ponte un pasamontañas, tu entorno te lo agradecería. Fea.

jueves, 3 de noviembre de 2011

LOS ARTEFACTOS IMPÍOS

CAPÍTULO UNO (Don Mario Fracaso)

Maldigo el día que compré un piso orientado al este. Por mi enorme ventanal se contempla un Madrid magistralmente enfocado. Desde aquí puedo ver todo el esplendor de esta ciudad. Me encanta. Me encanta observar como los coches se desplazan por las calles que segmentan la ciudad, circulan tan lentos que parece que les llevará siglos cubrir las distancias que recorren. La gente andando por las aceras con un ritmo genuinamente urbanita, siempre el mismo, con o sin prisa. Las fachadas de los edificios, en mi vista, son armoniosos, elegantes, con altura desigual pero congruentes en su conjunto. Y el cielo...me mola el gris. De todos los sitios dónde podría haber elegido trabajar no se me ocurre una mejor elección que la que tuve.
 Pero ese sol sale todos los días, no disculpa trasnochados, resacosos ni insomnes de primeras horas de sueño. Ahí está, abriendo mis párpados cerrados a cal y canto. Aporreando mi córnea con su luz recalcitrante. Diciéndome “me importa un huevo que ayer no te quisieses acostar a una hora prudente. ¡Levanta!.” Un día de estos no me voy a levantar y te vas a ir a joder a otro, cabronazo.
Dios... menudo pelotazo que cogí ayer. Me duelen hasta las ingles. Por cierto, es verdad que me duelen. Quizá la morena que tengo a mi lado es una buena explicación. Madre mía, cada vez eliges peor. Mucho “trabajo en esta agencia”, “desfilé en tal sitio”, “hago mucho deporte” y chorradas por el estilo y me acabo de fijar que está algo escasa de delantera. Lo dicho, ya me conformo con cualquier cosa. Un día de estos voy a salir en un documental de animales carroñeros como siga por este camino. Además, que este tipo de mujer ya lo tengo muy visto. Mañana me paso por la biblioteca de una facultad. Las universitarias son muy divertidas. Para un ratito claro, pero a fin de cuentas no me duran mucho más que ese ratito.
Ahora aparece mi segundo enemigo más acérrimo, el despertador del móvil. Ya no sé ni para qué lo pongo. Llevo meses despertándome sólo, mi biorritmo se ha sincronizado con mi espacio de vigilia. Pero oirlo es molesto para mi despertar. Es como cuando alguien te pregunta si recuerdas algo que sabe de sobra que lo recuerdas. Tengo un despertador bastante retórico. Y el sonido lo voy a cambiar, le voy a poner el sonido de un pedo o de un eructo, así por lo menos me río.
Me toca sentarme en la cama, ponerme mis zapatillas, erguir mi cuerpo serrano y dirigirme a mi inmaculado baño para ducharme. La morena ni se mueve. Encima holgazana. 
Mi barba aguanta un día más. Mis dientes ni un segundo. Tienes buen aspecto. El corte de pelo hiciste bien en cambiarlo. Esa calentura ya ni se nota. Patas de gallo que se entrevean un poco tampoco está mal. Ni un pelo por los ollares. De brazos y pecho bien. Sólo bien Marito, no bajes la guardia. Abdominales me asoman, bien, bien. Y de más abajo estoy de piernas fetén. Fibra. De mi amigo el encapuchado no digo nada, que lo diga la morena. Pero recuerdo que bien. Tal vez esté desmayada y no dormida.
La ducha es una sensación tan placentera que a veces me planteo poner una en mi despacho para cuando me agobie algún pasmón. Tampoco es algo que suceda a menudo la verdad. Pero es relajante esto de ducharse. Soy feliz, feliz, feliz, feliz.
Que no se me olvide comprar pasta, llamar a Carmen que es su cumpleaños y decirle a Sabela que no me enrrolle el felpudo, así saben que no hay nadie en casa y me pueden entrar. Ahora secarse, desodorante y...
Se ha levantado la morena. Le digo que estoy en la ducha y que estoy acabando. Salgo. Ahora la veo bien. No está plana. Ya me parecía a mí. Me mira con ojos de querer algo. La beso. Es muy guapa, y más de cerca, esto sí es raro. Quiere una última actuación pero ya me he duchado (y llego tarde.) Le han encantado mis motivos. Se gira y empieza a vestirse. Muy rápido. Se va, me lanza una última mirada elegante, rellena de acritud y cubierta con una fina capa de “megustas”. Abre la puerta, torpemente. No es su casa. No conoce la cerradura. Le ayudo. Ni me mira. Pero le vuelvo a besar. No lo acepta al principio pero luego me besa ella a mí. Es tierna. Me gusta. La volveré a llamar y se lo digo. Ahora viene la mirada de nomelocreo y meimportaunamierda. Pero sí le importa. Y a mí.
Bueno, no la voy a llorar todo el día. Me dirijo al eterno teatro de todas las mañanas: desayuno en casa o en el bar. En el bar. Cojo el portátil, mis llaves y cierro la puerta. Me encuentro con Sabela y la saludo con mi mejor sonrisa. Es una mujer sonriente siempre, educada, hermosa, rondará los cincuenta. Pelo rubio ceniza, debió ser rubísima en su niñez, no es muy alta pero es lo mejor de la comunidad. Tiene un hijo podólogo trabajando en Alemania y su marido trabaja en el metro. No sé si le gusta preocuparse por los vecinos o pasa mucho tiempo sola en casa. El marido debe tener un segundo trabajo o estar ciego para no aprovechar una mujer como esta. Nos ponemos a hablar y me pregunta como estoy (me encanta, se ve que lo dice de forma dulce, natural, le interesa. Me aprecia.), que hace días que no me veía por la escalera, que me debo cuidar más y comer un poquito, que parezco un actor, que mis  pantalones van un poco arrugados pero no mucho, por cierto que chica más guapa me he encontrado saliendo y que a ella no la engañaba, que seguro que salía de mi puerta. Sabela es un sol. Le beso las dos mejillas, que es muy distinto a darle dos besos. Ella hace lo propio. Me despido diciéndole que me alegro de verla y le recuerdo lo de no enrollar la alfombra. Bajo las escaleras, para bajar no uso ascensor. Mis zapatos de suela hacen el mismo ruido que un bailarín de claqué. Abro el portal y recibo mi dosis vespertina de gases altamente nocivos para la salud, el bienestar social, el Protocolo de Kyoto y que muy posiblemente hagan que, por mucho que trabaje mi aparato gonadal, sea en vano. Me da exactamente igual. Nada mas poner los dos pies en la acera giro a la izquierda y meto mi mano derecha en el bolsillo mientras ajusto la correa del portátil por encima de mi hombro izquierdo. Esto ya es más que una costumbre, es un tic. Mientras avanzo por la acera (ahí está la gilipollas del quinto. Buenos días. Oigo un “ndas” que reconoce mi corteza cerebral como saludo.), me pongo a pensar en el enorme montón de costumbres que se adquieren a lo largo de la vida sin darse cuenta uno mismo de ellas. Por ejemplo, el decirle al copiloto, una vez has aparcado el coche, que te pliegue el retrovisor de su lado. O tamborilear la mesa cuando algún comentario te está sacando de quicio. O de la noche a la mañana cautivar a toda persona que entra en tu vida de manera prácticamente instintiva, carente de voluntad. ¡Qué grande eres Mario! Giro la esquina y ahí está mi bar favorito: Bar-Cafetería “El Capellán”.
Saludo a Segundo, mi camarero fetiche. Es un vacilón, cuenta-chistes impenitente y capaz de llevar solo una barra de diez metros de largo llena de gente. Y hay quién dice que es mano de obra no cualificada. Aquí quería ver yo al payaso que acuñó el término. Me saluda y hacemos nuestro saludo de colegas, nos damos la mano y acariciamos la oreja derecha del contrario. No me pregunta. Me sirve. Un café cortado y dos magdalenas alargadas que vienen dentro del mismo envase transparente. Según me las pone me salta hablando de fútbol. Que si uno es más malo que el Estrangulador de Boston, que si el otro es más lento que la Seguridad Social, que si el entrenador de tal equipo era poco disolverlo en ácido... Muy divertido. Luego me deja unos minutos en paz mientras charla con Abraham, el gruísta que tiene el taller en mi calle y acaba de entrar. Me saluda mientras me mira como si le debiese dinero. Es así de risueño. Pero es un tipo majo y coincidimos desayunando todos los días.
Después de no haber convencido a Abraham de que fulanito de tal es el peor extremo izquierda que ha tenido el fútbol español vuelve a casa. Me entra con su tema favorito: “Mujeres del Barrio”. Dios mío lo que le gustan a este hombre las mujeres. Eso sí, no tiene una frase ordinaria ni desubicada al respecto. No puedo parar de reír, además de gracioso ni sonríe cuando te arenga, tiene un don. Es una fiesta ambulante. Y está soltero. Bueno, mejor dicho viudo. Ha criado el sólo a tres niños, con la ayuda de su hermana. Juliana. Una mujer que apenas habla y no tengo opinión fundada de ella. Sólo sé que vive con Segundo y su hija pequeña, el resto ya volaron del nido. A Segundo le gustan las mujeres pero no le conozco un lío de faldas y mejor no sacarle el tema. Está todavía enamorado de su mujer. La vida pasa pero los sentimientos tienen su propia vida útil, no reconoce entre vivos y muertos. El tiempo es el mejor doctor de todos, pero hasta él tiene casos perdidos.
Me tomo el café mientras veo la prensa. Menudos políticos. No entiendo como puede haber llegado alguno a lo que es ahora. Está claro que la imagen en política, es tan importante como la propia formación. Y hablan de los curas, menudos físicos. Pues aquí uno podría ser Obispo de Zamora, de Pinto o de la Tierra Media. Ahora, Capellán, eso está reservado sólo a unos pocos elegidos como Segundo. Me tomo las dos magdalenas a la vez apretándolas como si cogiese unos palillos chinos. Costumbres. Manías. De las pocas que uno tiene y no las pagan los demás. Me marcho llego tarde al Ministerio. Pero  a Segundo le da tiempo a contarme un chiste.
Salgo del bar. Casi enfrente hay una boca de metro. Cruzo la calle por el paso de cebra. Como un mono amaestrado. Podía haberlo hecho por otro lado, pero el paso de cebra da más sensación de seguridad. Aunque si vas despistado conduciendo, ni paso de cebra ni trote cochinero. Bajo las escaleras. Saludo a la de la ventanilla. Que creo que le gusto. Maqueada no estaría mal. Le sonrío y ella se hace la indiferente al responderme, pero le gusto. Seguro. Sigo unos diez metros y está mi andén. Mientras espero observo a la gente, algunos somos fijos a esta hora. Vaya cara de pusilánimes. Estos son de los lentos de la manada. Ninguno parece que tenga ninguna novedad que contar en su cara de pan sin sal. Como no sea alguna que otra oferta del supermercado  para comprarse el juego de toallas que, debido a su precio, no pudieron comprar antes. Que pena no poder tener el sueldo que uno quiere. Pero eso requiere esfuerzo y no andar por la vida sin perspectivas. Hay que ser ambicioso. A ver si viéndome aprenden a que se puede triunfar en esta vida. Es una obra social lo que hago todas las mañanas. Lo hago por vosotros, idiotas. Llega el metro.